1 may 2012

¿Es esto la vida? Entonces, otra vez


Intenté abrazar al aire. La ingravidez llevaba a mi estómago a un lugar diferente del resto de mi cuerpo, mientras lo deslizaba por el aire como la caduca  hoja de un árbol en otoño. Sentí las puntiagudas piedras clavarse en mis costillas mientras rodaba por el suelo al caer, varios metros más atrás. Me incorporé. La miré.

Noté cómo un líquido recorría los poros de la piel de mi brazo izquierdo. Era negro, dorado, de todos los colores a la vez. No podía ser sino sangre que manaba de lo más profundo de mi alma. La acaricié con delicadeza con mi otra mano. No era fría ni caliente. Mi boca se torció en una sádica sonrisa. Sacudí violentamente el líquido de mi mano, que se esparció por el suelo. Me puse en guardia.

“Vamos, ven…”

Mi oponente corrió hacia mí estruendosamente. No le gustaba que se enfrentaran a ella. Una onda me volvió a lanzar por los aires. Me reincorporé rápidamente e inicié la ofensiva. Notaba cómo mis golpes la atravesaban. No le dolían. Pero era suficiente. Sentía cómo mi cuerpo estaba cada vez más vivo. La adrenalina se apoderaba de mí. Dejé de ponerme en guardia. Si no era peligrosamente, no merecía la pena…

Sus impactos eran cada vez más violentos, pero la furia de mi interior anestesiaba cualquier dolor… y le devolvía sus propios golpes con más fuerza.

Hasta que una colosal hacha, de piedra, fue empuñado en sus manos. Paré un momento. Nada de dudas. Retomé mi carrera hacia el mismo filo de su hacha. No podría quebrarme. Lo alzó alto como el vuelo de un buitre y lo impulsó hacia abajo como lo hace un águila que va por su presa. Mis dientes se apretaron y  ahora mi mandíbula era de acero puro. Cayó su arma con pesadez, rugiendo en el aire. Y salté hacia ella, con la testa por delante. 

Un sordo golpe reventó el silencio, dando paso a una polvareda de restos de aquella arma gigante de piedra. Unos segundos hubieron de pasar hasta que la brisa disipó la espesa niebla. 

Me quedé casi arrodillado, aunque me mantuve en pie. Temblaron mis muslos cuando me volví a levantar por completo. Mis nudillos estaban apretados, firmes. Mis brazos, tensos. Mi vientre era una muralla de resistente granito. Mi apretada mandíbula se abrió y mis labios se estiraron cuanto pudieron. De mi garganta manó un bramido. 

El barritar de un elefante… 

El llanto de un enfermo agonizante… 

El chillido de un águila… 

El rugido de un león…

Ella retrocedió. Pero recuperó su marca. No iba a huir si era digna de ser mi enemiga, mi amada. Se cruzaron nuestros ojos.

“…vamos, Vida. ¡Otra vez!”

Y seguimos durante otra eternidad.

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