16 may 2012

El canto del errante


   El negro paisaje urbano quedaba tras los pasos de aquel joven, ahogado por el tiempo y hundido en una nube de humo. No podía respirar. Angustiado se llevó las manos a la garganta y abrió la boca cuanto pudo. No logró que el aire llegara a sus pulmones. Se estaba asfixiando. Se le doblaron las rodillas y apoyó las manos contra el ardiente suelo.

   De repente, una bocanada de aire fresco y limpio entró en su pecho. Ya no se encontraba en el asfalto de la gran ciudad, sino bajo un limpio y despejado cielo. La hierba, movida por la suave brisa, le acariciaba las manos.

   Y a lo lejos escuchó un dulce canto, una hermosa voz. Se levantó en aquella virgen ladera y vio a la protectora de las flores. Había oído leyendas sobre ella y sabía que sufría, que era hipersensible. Era el hada que sentía lo que los humanos no podían sentir, y lo sentía por ellos. Entonces, el joven intentó contar, con la voz quebrada, la imagen que veía. Era un aprendiz de poeta.


Un salto a través
De los verdes tallos
Volando de flor a flor
Se  posa en el corazón.

Mira desesperada
a la eterna nada
inquieta su alma
de la hermosa Hada.

Fuente azabache
bailan sus cabellos
embriagan el aire,
mueven el viento.

Nívea su viva piel
delicada, herida del
doloroso ambiente
de historias de hambre y muerte.

¡Dama de todas las flores!
Cuida tus corazones
y tiñe estos olores
con tu aroma de colores…


Y su voz, cansada, no pudo cantar más. En ese momento, la frágil hada se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los del joven. Sonreía, con lágrimas en los ojos…




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