19 dic 2012



TRAVESÍA EN LA CASA DE LAS PREGUNTAS

La larga travesía en mar había sido complicada. Pero, al fin, había llegado. Tantos años de espera y esfuerzo para poder entrar en la legendaria Casa de las Preguntas. Aquella casa que, en lo alto de la montaña divina que rasgaba los cielos, podría mirar con cariñosa superioridad a las casas del valle. Contaban los extraños libros que había podido leer, que en aquella casa había habido ilustrísimos personajes. Ahora había cuadros en las paredes no con su rostro, sino con el pensamiento que tras él se escondía. 

El joven e iluso viajero alcanzó al fin la remota Región de los Enigmas, la zona donde el pensamiento tuvo su origen. Esperaba ver aquella colosal colina que sostenía la Casa de las Preguntas, que tiempo atrás había  crecido tanto que el Monte Olimpo se había convertido en un simple desnivel más en el terreno. Pero lo que encontró no se correspondía con lo que esperaba ver. La magnitud de la Montaña de los Interrogantes no era ahora sino una simple nada. La casa descansaba ahora tristemente en un suelo árido y agrietado, y ella misma tenía ese aspecto. El tiempo y el poco mantenimiento debían haber hecho mella en sus cimientos. Alrededor de ella ya no había nada. Los edificios de antaño eran piedras bañadas en musgo y olvido. Una cúpula de humo y aire sucio delataba que la vida ya no se desarrollaba bajo el manto de la Casa de las Preguntas, sino en alguna zona en la que no parecía haber una casa parecida.

Una suerte para el viajero haber llegado en ese oportuno instante en el que todo parece poder cambiar. Durante unos segundos se escuchó el rugir de la tierra, mientras se empezaba a fragmentar el suelo en una línea que separaba lo que quedaba de la Casa de las Preguntas con el resto del mundo. El islote que la sostenía empezó a adentrarse en el mar, pero había sido en ese instante en el que se había iniciado la separación cuando el viajero había saltado instintivamente hacia el islote. Tenía un instinto peculiar, algo que le decía que si aquella casa debía hundirse o perderse en la inmensidad del océano, él se perdería con ella. 

Las olas empezaron a chocar con furia contra las paredes de la casa y la poca tierra que hacía de suelo alrededor fue desapareciendo. Miró entonces el joven, buscando una entrada. Vio una puerta roja y se arrojó sobre ella. La abrió con gran esfuerzo y entró. De reojo pudo leer unas letras que rezaban: “No entra aquí quien no sepa geometría”. Se sintió extraño, pues no tenía ni idea de geometría. Mas creyó entender lo que quería decir aquella advertencia.

Dentro sólo había una única y gran sala. Olía a viejo. Lo sorprendente es que dentro había una vieja bombilla que apenas iluminaba toda la sala, dejándola casi en penumbra. Aún más le sorprendió que dentro hubiera alguien. Había mucha gente, a decir verdad. Sin embargo, nada comparado con la gente que vivía bajo aquella cúpula de aire contaminado que había fuera. Fue recorriendo excitado la sala, al fin veía la Casa de las Preguntas por dentro. Todas las paredes llenas de ilustres personajes encajados en marcos de diversos materiales. Gente mirando los cuadros y hablando de ellos y otros tantos manteniendo limpios los cuadros. El joven viajero sonreía, era un lugar maravilloso. 

Fue recorriendo los cuadros hasta que un desafortunado comentario llegó hasta él. Era sobre un cuadro. El tipo que lo dijo parecía ser un maestro en aquel cuadro, pero afirmaba no saber sobre ningún otro. Siguió hablando y el joven se dio cuenta de que era alguien que jamás se había hecho preguntas, sino que había puesto un pedestal muy alto en sus valores con el pensamiento del tipo que figuraba en el cuadro. Casi por accidente escuchó a otro supuesto maestro hablar a unos alumnos con los ojos abiertos como platos, y lo que hacía era ignorar todo cuadro y ponerse a sí mismo como modelo a seguir mientras sentía una gran excitación espiritual. Más allá, otro que también parecía afirmar ser maestro enseñaba rápidamente todos los cuadros a sus alumnos, y hablaba de ellos como si fueran un simple catálogo de consumo. El joven, que acababa de entrar en la Casa de las Preguntas, entendió que todos aquellos no seguían el camino apropiado. 

Su frustración aumentó más cuando, al pasar junto a los que creía que restauraban cuadros, observó que lo que desesperadamente intentaban era pegar fotos de su propio rostro en la pared. Todos eran aduladores de la estructura, todos querían ser un cuadro más entre aquellos. Pero, según pudo comprobar, el último cuadro colocado legítimamente por la mano de la Historia databa de hacía tanto que sus propios abuelos no habrían podido conocer. El joven se sintió como un médico que había diagnosticado la enfermedad de su paciente, como el arquitecto que ve dañada una estructura. Algo fallaba, pero, ¿qué?

Corrió durante horas, buscando bajo las alfombras, analizando todo cuanto en aquella sala había. Y no encontró nada. Se sentó, abatido, en un rincón. Sumido en un profundo pensamiento, tanto que algunos supuestos maestros empezaron a hablar de aquella estatua humana que llevaba ahí tanto tiempo, se vio sobresaltado por un golpe al fondo de la sala. Un cuadro se había caído. El cuadro había sido colocado a duras penas en su día y ahora estaba tan olvidado que nadie se había ocupado de su mantenimiento. El rostro era de Crátilo, pero podría ser de cualquier otro. La gravedad es la misma para todos los cuadros. 

Entonces, en ese instante, el joven viajero que había acudido a la Casa de las Preguntas a hacerse un hombre con la sabiduría de un anciano y los interrogantes de un niño, encontró dónde descansaba la solución y el problema. Las alcayatas. Todos mirando cuadros y paredes pintadas mientras la casa se les viene encima, cuando la clave para que la Casa de las preguntas está en las alcayatas. Las alcayatas unen a un problema con su tiempo, y a un pensador con la realidad.