"ZOON OCIOTIKON"
Se abre la puerta. Un
fornido vigilante nos invita a entrar. Destellos. Flashes. La música se rinde a
nuestros pasos. Miradas curiosas. Llegamos al “photocool”. Posamos. Todo
preparado para nosotros. Nuestros labios toman sugerentes formas sensuales bajo
nuestras gafas de sol de firma. Admiradores a través de los cristales tintados.
Inferiores. La nueva diosa del pop habla sobre nuestras vidas. Éxtasis. Pose de
“superstar”. Señalamos nuestros pechos con estilo. Pensamos: YO.
Seguimos caminando a
través de la multitud. Se giran, nos admiran. Es nuestra fragancia. Leemos la
excitación de sus miradas. Fama. Nuestro cuerpo baila. Marcamos el ritmo. Un
cuerpo escultural nos invita a una copa. La noche sólo acaba de empezar.
Desde
que se produjera un acceso de las masas a la sociedad como miembros iguales en
derechos a los antiguos privilegiados, dichas masas han aumentado sus
posibilidades económicas y su tiempo libre, que utilizan en consumir un
producto denominado “ocio”. Ocio entendido como ese conjunto de actividades que
liberan temporalmente de las ocupaciones diarias. Sus aplicaciones son
múltiples: evadirse, entretenerse, divertirse, relajarse, etc. Casi cualquier
cosa, pero siempre acabando el verbo con un –se. Esto indica que el ocio lo
hace cada uno para sí. Así, el producto en el Ocio no es lo que se consume,
sino uno mismo. Pero un uno mismo
disfrazado. Cuando se acude a jugar a una pista de bolos, se asume el papel de
un jugador de bolos, o cuando se acude a una manifestación, uno toma el papel
del manifestante. Esto es evidente, ya que parece ser que la realidad tiene que
pasar por un filtro antes de impactar en cada uno. Y ese filtro es uno mismo. Un
uno mismo que ve todo lo externo a él. Así entra en juego un nuevo personaje:
nuestro protagonismo. Mejor dicho, la necesidad de protagonismo. Uno no
acudiría a consumirse a sí mismo disfrazado, a consumir determinado
protagonismo, si no hubiera una razón de peso; ya sea consumir protagonismo como jugador de póker,
como campeón del mundo al ver a la selección nacional ganar, o incluso como
centro de atención al entrar en una discoteca.
¿Cuál
puede ser, entonces, la razón por la cual alguien siente la necesidad de
adquirir una nueva personalidad, un nuevo rol más favorable? Entre otros, puede
ser porque se tenga un papel desagradable en la vida o porque sencillamente no
se tiene ningún papel. La última respuesta es algo radical y haría referencia a
un habitante vacío, carente de valores propios, de personalidad. Un ente
completamente absurdo, anónimo incluso para sí mismo. Quizás sea más factible
pensar que los ciudadanos del mundo capitalista han alcanzado un papel muy
desagradable para ellos. No podemos hablar del proletariado de la época de Karl
Marx, pero sí de un nuevo productor con características diferentes. Igualmente,
su trabajo sigue sin pertenecerle y trabaja igual que una máquina. Trabajo
mecánico, repetitivo, sujeto a un margen temporal:
“Niño, hazme 100 de
esos en esta hora.”, dice un jefe asalariado a un
asalariado a su cargo.
Ahora
los dueños de los medios de producción son iguales a sus empleados, operarios
que producen al servicio del producir mismo. También se diferencia del
proletario en que cumple nuevas funciones productivas—como la contabilidad o el
trabajo en nuevos sectores— y en que está educado para querer trabajar. El
trabajo aparece entonces como un nuevo mantón con el que se adorna cada uno, ya
que se suele asumir el rol de trabajador de uno u otro tipo tanto dentro como
fuera del trabajo. Así, el buen cartero, el buen médico, etc., comentarán
saludablemente junto a sus familiares en la comida del domingo las anécdotas de
la semana anterior. En el negar un determinado oficio también se asume la
pertenencia a éste, como puede ocurrir en la prostitución, por ejemplo—excluyendo
la explotación—. El trabajo como identidad influye en la cantidad de individuos
que estudian una u otra cosa en vistas a un trabajo que permita una vida
superior en algo al resto. Y pudiera ser que no les gustara su trabajo, su vida
en general. Que les supiera a poco. Que durante las horas no laborables sientan
un vacío. Razones por las cuales uno tendría que acabar acudiendo a refugiarse
en un videojuego y convertirse en un afamado jugador de ping-pong virtual.
Sería
pensable la aparición de un nuevo tipo de ciudadano. Un ciudadano anónimo, pero
con su identidad firmemente aferrada en su actividad productiva –o en su actividad
consumidora, que también es parte de su actividad productiva-. De este modo
sería un sujeto vacío fuera de su actividad. Y ese vacío exige ser llenado. Lo
que puede llenar ese vacío sería el ocio.
El
ocio es el proceso por el cual un individuo adquiere su personalidad. Su manera
de llenarse. Pero al llenarse de tal modo, también se convierte en
protagonista de una nueva vida que dura lo que tarde su dinero y tiempo en
agotarse. El ocio sería algo así como el “soma”, de A. Huxley, que
supondría la obtención de una identidad
que es imposible edificar autónomamente en un mundo en el que todo tiene un
precio, del que es imposible huir y para con el cual todos tenemos la
obligación natural de mantenerlo y hacerlo crecer.
Debido
a que el Ocio nos realiza, proporcionándonos una identidad, el normal
funcionamiento del sistema tiene otra herramienta muy poderosa para mantener su
hegemonía: que todos tienen algo que perder.
Todos
pueden intentar aparentar ser tenistas, judocas, actrices, dioses de la cultura
del cuerpo entrando en una fiesta y queriendo ser admirados…, pero nadie puede
escapar de ser un ciudadano moderno. Ya sea en paro o siendo asesor comercial,
todos pertenecen a la avanzadísima sociedad capitalista, donde todos pueden
convertirse en lo que deseen, donde reina la igualdad de oportunidades.
Igualdad de oportunidades para consumir uno u otro tipo de Ocio.
Trabajo
y ocio. Ambos son un escenario de marionetas jugando a ser otros.