Para llamarla, cuatro letras.
Pero no tiene nombre. Cuatro letras, exhalando el aire con lentitud. Vaciando
los pulmones en un mar de placer. Sin prisa. Musa.
La evoco y mi lengua baila, se
tuerce en sensuales posiciones. Se
humedece en cálida testosterona. La sinhueso, erecta. Imagina abrir sus labios,
que no son rubí, ni pétalos perfumados. Son la puerta del infierno. Su textura
se deforma sobre mi piel, la atrapa. El deseo mata la curiosidad. Dentro, gélidos
y níveos carámbanos cuelgan y emergen al mismo tiempo. Nada de perlas. La miro.
Y veo lo que espero encontrar. No
hallo luceros, sólo dos pozos sin fondo. Una pareja de profundos azabaches.
Hermosos. Me estremezco. Negrura hipnótica. La realidad desaparece y se
concentra en la oscuridad de sus sibilinos ojos.
Tampoco unas alas de cisne me
rodean a la altura de la cintura. Son sierpes. Extremidades flexibles, como los
cabellos de medusa. Los brazos de mi musa.
Mientras tanto, en mis entrañas, no
vuelan mariposas. Allí roen las termitas. Una legión de ellas me come por
dentro. Todo mi cuerpo se consume entre las llamas de la excitación. El suyo, gasolina
para apagar un cóctel molotov.
Acaricio sus senos. No me parecen
tampoco frutos. Son escarpadas montañas. En sus frías cumbres falta el aire, se
siente el vértigo. Mal de altura, cuando mi cabeza descansa sobre su pecho
desnudo.
Mis dedos caminan hasta las
lejanas tierras del Monte de Venus. La tierra prometida, el lago de dulce
néctar, no existe. Es una cascada de ácida bilis, nacida en lo más profundo de
su ser. Venenosa, embota mis sentidos, me paraliza, dilata mis pupilas, los
poros de mi piel, mis labios…
Así la llamo. Musa…