19 mar 2013


    Un cuarto oscuro, un zulo con un pequeño y desgastado sofa en el centro. Un triste rostro, pobremente iluminado, mira cabizbajo allí sentado. su corazón esta tan quieto como la mente. Físicamente, una planta.

Los dedos recorren al azar el plástico que ilumina su cara. Cualquiera diría que sin sentido y rumbo vagaban aquellos dedos por aquel material. Pero allí están sus dedos. Y sus ojos, y todo él.

Su alma esta tan vacío como su cuerpo, centrado en algo que cree que tiene actividad, mirando una absurda quietud, viviendo unos pixeles más de vida. 

Para él, todo es frenesí, un tac aquí y otro allá.
Allí, en aquel viejo sofá, ya no hay un hombre. Solamente un fantasma.


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11 mar 2013


El niño Romántico


Reconocido el joven cuerpo, el amigo se estremeció. La pena embriagaba su alma, por lo inesperado de aquello. Pero no le extrañaba, en cualquier momento habría podido ocurrir.

Recordó cuando su amigo, ahora descansando con los ojos cerrados y aquella fea herida en la cabeza, le contó algo que le había ocurrido de niño. No podía olvidar cuando ese entrañable niño de ojos abiertos, le dijo: “me han dicho una cosa muy fea…”. Para tranquilizarle, le preguntó a su amigo que qué le ocurría que fuera tan grave. Éste respondió: “me muero”. Ambos lloraron abrazados, pero realmente aquel niño no se moría, lo que pasaba, entendió varios años después, era que su perrito se había ido al cielo. El niño, curioso, quiso saber más y, a veces, saber más trae muchos disgustos. “Entonces… ¿yo también me voy a morir?”. Los padres se miraron, sin saber cómo decírselo. Pero, finalmente, tuvieron que contarle la amarga verdad.

Los niños se hicieron mayores y, con el paso de los días, meses y años sobre sus vidas, olvidaron que la vida tiene fin. Hasta que ocurrió aquella fatalidad.

El hombre, en pie, miraba a su amigo. Nunca había querido crecer, siempre guardaba dentro de sí algo de niño. Era un niño en el cuerpo de un adulto. Los recuerdos galopaban por sus ojos, uno tras otro. Recordó las peleas con una sonrisa, ya no tenían importancia. Otros recuerdos más felices pasaban por su mente. Estuvo ensimismado, homenajeando a su amigo con una última reunión que, si en lo físico no podía darse, al menos lo hacía dentro de su propia mente. Jugaban de niños, se descubrían de adolescentes y charlaban de adultos. Continuó navegando en los mares más profundos de su mente, en la sala sólo se escuchaba el suave chorro de aire acondicionado y el tranquilo latir de su propio corazón. Sin embargo, aunque entendía en parte lo que su amigo había hecho, no paraba de preguntarse: “¿por qué?

Casi como respuesta a su pregunta, entró en la sala una señora con una bata blanca, acompañado por un policía. Le entregó un sobre, ponía que iba destinado a él. Pidió que cerraran la puerta y le dejaran leerlo a solas.  Con un temblor en las manos lo abrió, inseguro. Leyó:

“perdóname… lo hice… apreté el gatillo… me maté… porque sabía que me iba a morir”.