26 oct 2013

LA BALSA DE LA MUSA


A la deriva. Cielo negro sobre un mar inerte. Una pequeña balsa, frágil, sostenía al navegante sobre las calmadas aguas. Para el precario navegante, su balsa es su vida. Lo que le salva de morir ahogado.
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Sin hueco era imposible moverse. Miedo, a la profundidad del espeso océano. La mirada del navegante, perdida en el techo de carbón. Mirando a otra parte, el cuerpo no temblaba de pánico. Si uno no mira a los ojos al amor, ¿existe el amor?
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Dentro de la balsa, mínimo era el espacio. Un corazón oprimido por el pecho. No había aire suficiente. Fuera de la balsa, ¿hay más espacio? Todo estaba tan oscuro…
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El navegante se preguntaba qué hacer dentro de la balsa. Y qué hacer fuera de ella. El negro horizonte impedía ver al navegante un destino. La balsa, en cambio, desplegaba todos sus encantos, se mostraba entera. Pero sólo era una balsa…
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El navegante siempre había sabido lo que quería. La comodidad de la balsa lo atrapaba. Y el miedo a la oscuridad, a la eternidad. Pero su espíritu había despertado. Y el espíritu del navegante quería nadar.
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Un sueño era lo que mantenía al navegante en su balsa. Los sueños son poderosos, pero pueden ser traicioneros. Nunca se convierten en realidad, sólo son sueños. El navegante, entonces, decidió: “haré de mi vida un sueño”. Así, los sueños del navegante no podían ser traicionados por él. El sueño no es traidor, sino el soñador. Respiró hondo y se puso en pie sobre la pequeña balsa. Y buscó en la negrura, con los ojos abiertos, su sueño…
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Un sueño lejano. Indefinido. Misterioso. Un rostro sin cara. Un cuerpo sin extensión. Un ente sin forma. El navegante sabía que, cuando la encontrara, la reconocería. A su musa.

Fue un día cuando, enfrente de sí, la vio. Ella también lo vio a él. Se vieron. Sus ojos se encontraron. Tenían los ojos cerrados. Se sentían, el uno al otro. No se complementaban, se necesitaban. “¿Dónde has estado todo este tiempo?”
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No importa dónde se encontraron. Ni cuándo. Tal vez fuera jueves, tal vez en Madrid. El océano seguía siendo el reflejo del negro cielo.


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Hechizados. Sus iris se gritaban entre sí. Sus labios se llamaban. Sus cuerpos temblaban. El navegante y su musa intentaban acercarse. Desesperación.
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Era en vano. Las inocentes balsas tenían cadenas atadas a una poderosa ancla. Las manos estiradas de los navegantes casi podían rozarse… pero las cadenas no daban de sí. Al fin y al cabo, eran cadenas.
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No dudó. Era ineludible. No le importó que las cadenas fuesen tan duras. No quería romperlas. Sólo quería tocar a su musa. Sentirse lleno. Lanzó un grito desgarrador. Abandonó su balsa y saltó. No sabía si sabía nadar.
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Pero el instinto es más fuerte que los elementos. Desear a la hermosa mujer que, aturdida, se dejaba llevar por su balsa, era puro instinto. El navegante nadaba hacia ella, hacia su musa.
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La alcanzó. Ella lo ayudó a subir, pero las balsas no tienen aforo libre para personas que se aman. Antes de caer de nuevo al mar, sin querer, dejó el navegante un pequeño charco de agua. Su rastro…
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Con los ojos y el cuerpo húmedos, empapados, el navegante aceptó que “aquello no era posible”. Se quedó flotando, atónito, perdido en el inmenso océano. Ya no estaba en calma. Había tormenta. Su balsa había sido engullida hasta las entrañas de la negra profundidad. Mas no la necesitaba. Ahora que conocía el ardor interior propio de estar vivo, no iba a renunciar a él. Quería morir ahogado.



Un segundo más y se hubiera ahogado. Ya no luchaba contra la fuerza del mar. Unos delicados brazos rodeaban al navegante. Los ojos más bellos que hubo visto jamás se posaban en él. La sonrisa más cautivadora. Se fundieron en un abrazo. El navegante admiraba a su musa. Ella lo hechizaba. Y nadaron juntos. Ya no había tormenta.


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