I
A sus espaldas dejaba la
prestigiosa facultad, convertido en un titulado. Algo así como alguien que
decía ser una cosa, pero que no sabía nada de lo que era. Había salido de la universidad para maniquís, que transformaba a los maniquís en maniquís arrogantes. Con su certificado
bajo el brazo, el maniquí se dirigió a su solitario y pequeño piso de alquiler.
Se acercaba con prisa la hora de abandonarlo.
II
Salió, empapado por el sudor que
lo cocía a fuego lento, de los infernales túneles del metro. Ya en su casa, se desvistió,
dispuesto a darse una ducha fresca que lo aliviara del calor que sentía. Fue
entonces cuando, sin ropa, que no desnudo, pasó frente al espejo. Éste, fiel
como siempre, le devolvió su imagen, reflejada en su sucio cristal. No podía
creer lo que el espejo le dejaba ver.
III
Como un enjambre de abejas que
vuela alrededor de su preciado panal de miel, el maniquí estaba rodeado de
pequeños papeles que casi lo ocultaban. Se unían a él con arácnidas y pegajosas redes.
Pero no eran insectos, eran sólo papeles. Finos y delicados, mas cortantes e
hirientes. El maniquí trató en vano de arrancarlos de su cuerpo. Vio que en
algunos rezaba si le gustaba hacer algo, o si tenía esta o aquella manera de
ser. En algunos, incluso figuraban precios. El maniquí no sabía, ni hubiera sido
capaz de decir, cuánto había tardado en quitarse las odiosas etiquetas. Para su
desgracia, resultaba casi imposible. Persistentes, no dejaban de aparecer...
IV
Casi aplastado por el peso de lo
imposible de la empresa, el maniquí consideró que no merecía la pena. Al menos
en ese momento. Así, todavía más sudado su cuerpo por los nervios, se situó
bajo la ducha. El agua, pura, no le calaba, porque todos saben que la piel de
los maniquís no absorbe el agua. Pero le refrescaba el cuerpo. Y, en un baño,
que es mejor lugar para la reflexión que cualquier otro, empezó a funcionar el
pensamiento del maniquí.
V
No el pensamiento que se piensa en
la cabeza, sino el que sale del estómago. Su cabeza ya pensaba, o eso decía el
certificado de la facultad. Mas su espíritu era lo que acababa de despertar, y
ahora quería mandar.
VI
Cuando secó su cuerpo de plástico,
su espíritu quería seguir bajo el agua.
VII
Por casualidades de la vida de un
maniquí, o por el destino mismo, el maniquí volvió a pasar frente al espejo.
Una inusitada furia emergió de su espíritu cuando descubrió que, sobre sus
ojos, descansaban unas horrendas gafas. Comprendió, en ese momento, lo que
aquello significaba, y luchó por arrancarlas. No tenía nada en contra de la
graduación que decían era la correcta, pero él quería ver. Aunque sus gafas no se movieron cuando
trató de quitarlas de sus ojos.
VIII
Su espíritu, furioso, aunque
perspicaz, encontró la solución, la cura para la mala óptica. Golpeó el espejo
y, con un afilado fragmento del quebrado cristal, destrozó sus ojos. No le
dolió perder la visión, pues ahora veía.
IX
El maniquí ya había decidido para
entonces lo que realmente quería. Hacer de sí mismo una obra de arte. Pero
todavía le quedaba algo pendiente. Su espíritu hablaba, decía que faltaba algo
por hacer. Un hormigueo en las entrañas le hacía saber que la obra estaba
incompleta.
X
El maniquí que renegaba de ser
maniquí descansaba, sentado, en el retrete. El lugar de la Filosofía con
mayúsculas. Planificó, en silencio, como los más cuidadosos psicópatas, cuál
sería su próxima pincelada. Sería una pincelada de fuego.
XI
A lo bonzo. Se prendió fuego. Un
cuerpo rodeado de llamas. Sólo alguien dispuesto a quemarse vivo puede
desprenderse por completo de sus etiquetas. Y el maniquí no lo ignoraba, ni se
olvidaba de sus etiquetas.
XII
Sobre la piel quemada no pueden
tejer las arañas. El maniquí, renegado, sin ojos y con el cuerpo abrasado,
sentía que su obra había avanzado. Sentía poder y excitación. Y sentir era
ahora su modo de ver.
XIII
En el suelo, abandonadas y casi
carbonizadas, destacaban algunas etiquetas. “Moral” lloraba por la
pérdida de sus hijos “bueno” y “malo”, y porque ya no se clavarían más etiquetas en su nombre.
XIV
Esa misma noche, en la basura del
maniquí, los cuervos pudieron deleitarse con una lengua, un cerebro, crucifijos
y algún otro fetiche. El maniquí había aprendido que todo eso eran cosas sin significado que no
necesita una obra de arte. También había un diploma entre los desechos.
XV
El maniquí amaneció convertido al
fin en obra de arte. Ahora era su espíritu destruyendo todo y no un maniquí.
XVI
Lo había logrado, era un maniquí
vacío. O un maniquí que no parecía un maniquí.
XVII
Sin embargo, recién nacida, la
obra de arte ya sentía el cansancio que acompaña a la vejez.
XVIII
Los investigadores no pudieron
aclarar qué le había ocurrido a la obra de arte. Sólo una nota, escrita con
sangre, lo explicaba: “muerto el espíritu, muerta la obra”. Pero los
investigadores no entendían, y seguían mirando al maniquí.
Acojonante. Sólo puedo decir eso, pues me has quedado sin palabras.
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