26 oct 2013

LA BALSA DE LA MUSA


A la deriva. Cielo negro sobre un mar inerte. Una pequeña balsa, frágil, sostenía al navegante sobre las calmadas aguas. Para el precario navegante, su balsa es su vida. Lo que le salva de morir ahogado.
*
Sin hueco era imposible moverse. Miedo, a la profundidad del espeso océano. La mirada del navegante, perdida en el techo de carbón. Mirando a otra parte, el cuerpo no temblaba de pánico. Si uno no mira a los ojos al amor, ¿existe el amor?
*
Dentro de la balsa, mínimo era el espacio. Un corazón oprimido por el pecho. No había aire suficiente. Fuera de la balsa, ¿hay más espacio? Todo estaba tan oscuro…
*
El navegante se preguntaba qué hacer dentro de la balsa. Y qué hacer fuera de ella. El negro horizonte impedía ver al navegante un destino. La balsa, en cambio, desplegaba todos sus encantos, se mostraba entera. Pero sólo era una balsa…
*
El navegante siempre había sabido lo que quería. La comodidad de la balsa lo atrapaba. Y el miedo a la oscuridad, a la eternidad. Pero su espíritu había despertado. Y el espíritu del navegante quería nadar.
*
Un sueño era lo que mantenía al navegante en su balsa. Los sueños son poderosos, pero pueden ser traicioneros. Nunca se convierten en realidad, sólo son sueños. El navegante, entonces, decidió: “haré de mi vida un sueño”. Así, los sueños del navegante no podían ser traicionados por él. El sueño no es traidor, sino el soñador. Respiró hondo y se puso en pie sobre la pequeña balsa. Y buscó en la negrura, con los ojos abiertos, su sueño…
*
Un sueño lejano. Indefinido. Misterioso. Un rostro sin cara. Un cuerpo sin extensión. Un ente sin forma. El navegante sabía que, cuando la encontrara, la reconocería. A su musa.

Fue un día cuando, enfrente de sí, la vio. Ella también lo vio a él. Se vieron. Sus ojos se encontraron. Tenían los ojos cerrados. Se sentían, el uno al otro. No se complementaban, se necesitaban. “¿Dónde has estado todo este tiempo?”
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No importa dónde se encontraron. Ni cuándo. Tal vez fuera jueves, tal vez en Madrid. El océano seguía siendo el reflejo del negro cielo.


*
Hechizados. Sus iris se gritaban entre sí. Sus labios se llamaban. Sus cuerpos temblaban. El navegante y su musa intentaban acercarse. Desesperación.
*
Era en vano. Las inocentes balsas tenían cadenas atadas a una poderosa ancla. Las manos estiradas de los navegantes casi podían rozarse… pero las cadenas no daban de sí. Al fin y al cabo, eran cadenas.
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No dudó. Era ineludible. No le importó que las cadenas fuesen tan duras. No quería romperlas. Sólo quería tocar a su musa. Sentirse lleno. Lanzó un grito desgarrador. Abandonó su balsa y saltó. No sabía si sabía nadar.
*
Pero el instinto es más fuerte que los elementos. Desear a la hermosa mujer que, aturdida, se dejaba llevar por su balsa, era puro instinto. El navegante nadaba hacia ella, hacia su musa.
*
La alcanzó. Ella lo ayudó a subir, pero las balsas no tienen aforo libre para personas que se aman. Antes de caer de nuevo al mar, sin querer, dejó el navegante un pequeño charco de agua. Su rastro…
*
Con los ojos y el cuerpo húmedos, empapados, el navegante aceptó que “aquello no era posible”. Se quedó flotando, atónito, perdido en el inmenso océano. Ya no estaba en calma. Había tormenta. Su balsa había sido engullida hasta las entrañas de la negra profundidad. Mas no la necesitaba. Ahora que conocía el ardor interior propio de estar vivo, no iba a renunciar a él. Quería morir ahogado.



Un segundo más y se hubiera ahogado. Ya no luchaba contra la fuerza del mar. Unos delicados brazos rodeaban al navegante. Los ojos más bellos que hubo visto jamás se posaban en él. La sonrisa más cautivadora. Se fundieron en un abrazo. El navegante admiraba a su musa. Ella lo hechizaba. Y nadaron juntos. Ya no había tormenta.


17 oct 2013

El Maniqui




I
A sus espaldas dejaba la prestigiosa facultad, convertido en un titulado. Algo así como alguien que decía ser una cosa, pero que no sabía nada de lo que era. Había salido de la universidad para maniquís, que transformaba a los maniquís en maniquís arrogantes. Con su certificado bajo el brazo, el maniquí se dirigió a su solitario y pequeño piso de alquiler. Se acercaba con prisa la hora de abandonarlo.

II
Salió, empapado por el sudor que lo cocía a fuego lento, de los infernales túneles del metro. Ya en su casa, se desvistió, dispuesto a darse una ducha fresca que lo aliviara del calor que sentía. Fue entonces cuando, sin ropa, que no desnudo, pasó frente al espejo. Éste, fiel como siempre, le devolvió su imagen, reflejada en su sucio cristal. No podía creer lo que el espejo le dejaba ver.

III
Como un enjambre de abejas que vuela alrededor de su preciado panal de miel, el maniquí estaba rodeado de pequeños papeles que casi lo ocultaban. Se unían a él con arácnidas y pegajosas redes. Pero no eran insectos, eran sólo papeles. Finos y delicados, mas cortantes e hirientes. El maniquí trató en vano de arrancarlos de su cuerpo. Vio que en algunos rezaba si le gustaba hacer algo, o si tenía esta o aquella manera de ser. En algunos, incluso figuraban precios. El maniquí no sabía, ni hubiera sido capaz de decir, cuánto había tardado en quitarse las odiosas etiquetas. Para su desgracia, resultaba casi imposible. Persistentes, no dejaban de aparecer...

IV
Casi aplastado por el peso de lo imposible de la empresa, el maniquí consideró que no merecía la pena. Al menos en ese momento. Así, todavía más sudado su cuerpo por los nervios, se situó bajo la ducha. El agua, pura, no le calaba, porque todos saben que la piel de los maniquís no absorbe el agua. Pero le refrescaba el cuerpo. Y, en un baño, que es mejor lugar para la reflexión que cualquier otro, empezó a funcionar el pensamiento del maniquí.

V
No el pensamiento que se piensa en la cabeza, sino el que sale del estómago. Su cabeza ya pensaba, o eso decía el certificado de la facultad. Mas su espíritu era lo que acababa de despertar, y ahora quería mandar.

VI
Cuando secó su cuerpo de plástico, su espíritu quería seguir bajo el agua.

VII
Por casualidades de la vida de un maniquí, o por el destino mismo, el maniquí volvió a pasar frente al espejo. Una inusitada furia emergió de su espíritu cuando descubrió que, sobre sus ojos, descansaban unas horrendas gafas. Comprendió, en ese momento, lo que aquello significaba, y luchó por arrancarlas. No tenía nada en contra de la graduación que decían era la correcta, pero él quería ver. Aunque sus gafas no se movieron cuando trató de quitarlas de sus ojos.

VIII
Su espíritu, furioso, aunque perspicaz, encontró la solución, la cura para la mala óptica. Golpeó el espejo y, con un afilado fragmento del quebrado cristal, destrozó sus ojos. No le dolió perder la visión, pues ahora veía.

IX
El maniquí ya había decidido para entonces lo que realmente quería. Hacer de sí mismo una obra de arte. Pero todavía le quedaba algo pendiente. Su espíritu hablaba, decía que faltaba algo por hacer. Un hormigueo en las entrañas le hacía saber que la obra estaba incompleta.

X
El maniquí que renegaba de ser maniquí descansaba, sentado, en el retrete. El lugar de la Filosofía con mayúsculas. Planificó, en silencio, como los más cuidadosos psicópatas, cuál sería su próxima pincelada. Sería una pincelada de fuego.

XI
A lo bonzo. Se prendió fuego. Un cuerpo rodeado de llamas. Sólo alguien dispuesto a quemarse vivo puede desprenderse por completo de sus etiquetas. Y el maniquí no lo ignoraba, ni se olvidaba de sus etiquetas.

XII
Sobre la piel quemada no pueden tejer las arañas. El maniquí, renegado, sin ojos y con el cuerpo abrasado, sentía que su obra había avanzado. Sentía poder y excitación. Y sentir era ahora su modo de ver.

XIII
En el suelo, abandonadas y casi carbonizadas, destacaban algunas etiquetas. “Moral” lloraba por la pérdida de sus hijos “bueno” y “malo”, y porque ya no se clavarían más etiquetas en su nombre.

XIV
Esa misma noche, en la basura del maniquí, los cuervos pudieron deleitarse con una lengua, un cerebro, crucifijos y algún otro fetiche. El maniquí había aprendido que todo eso eran cosas sin significado que no necesita una obra de arte. También había un diploma entre los desechos.

XV
El maniquí amaneció convertido al fin en obra de arte. Ahora era su espíritu destruyendo todo y no un maniquí.

XVI
Lo había logrado, era un maniquí vacío. O un maniquí que no parecía un maniquí.

XVII
Sin embargo, recién nacida, la obra de arte ya sentía el cansancio que acompaña a la vejez.

XVIII
Los investigadores no pudieron aclarar qué le había ocurrido a la obra de arte. Sólo una nota, escrita con sangre, lo explicaba: “muerto el espíritu, muerta la obra”. Pero los investigadores no entendían, y seguían mirando al maniquí.

12 ago 2013

Molinos de viento


En el asiento trasero, con su pequeña cabeza pegada al cristal derecho del habitáculo, hay un niño. Sus rollizos mofletes se aplastan contra el vidrio, que no para de vibrar con las irregularidades de una carretera que no está muy bien cuidada. Viaja, según le dicen, a la playa. Pero el pequeño regordete que va sentado atrás no parece prestar mucho interés. Tantas horas en un coche son aburridas para cualquiera. Incluso para un político. Su mirada vaga perdida entre los infinitos campos de la Mancha. Le parecen interminables. Un secarral. Pero sólo es la opinión de un niño. Y a los niños se les debe perdonar todo.
El viaje continua. Mientras tanto, el niño se va haciendo interesantes preguntas metafísicas. ¿Faltará mucho para llegar? ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que empecé a pensar? ¿Por qué no nos vamos a vivir a la playa, y nos ahorramos el viaje? ¿Por qué papá no habrá comprado un avión, que va más rápido? Pero, es un buen niño, y sólo lo piensa. No quiere molestar a sus padres. 

Sigue pensando. Hasta que una curva deja al descubierto un nuevo paisaje, en Cuenca. Unas flores enormes, de metal, que giran sus gigantescos pétalos casi al mismo tiempo. Hay un sinfín de esas flores. 

“¡Mira, hijo! ¡Molinos de viento!”
“¿Esas flores se llaman molinos?”
“No son flores, sirven para hacer electricidad”
“¿No has dicho que hacían viento?”
“Hacen electricidad con el viento”, sonríe su madre.
“Am”

El niño se queda pensando, en eso que llaman molinos. Recordó que en el colegio le habían dicho que un tal Quijote se había peleado con varios de ellos porque los había confundido con gigantes. Qué tonto debía ser ese Quijote, todo el mundo ha visto gigantes en la televisión.

Los observó con más detenimiento. Algunos giran muy rápido, otros más despacio. Y otros, no giran. ¿No les dará el viento? A lo mejor el viento sólo va con unos molinos, y no con otros. Piensa que los molinos que giran debían reírse de los molinos que no giran. Se los ve tan felices, haciendo lo que tienen que hacer. Los otros parecían más tristes, como si quisieran girar, pero no supieran hacia qué lado hacerlo. En cambio, los que se mueven, giran todos hacia el mismo lado. Quizás los que no giran son un poco estúpidos, por no ver que hay que girar como todo el mundo. O tal vez no querían hacer electricidad. Los molinos no necesitan bombillas, ni frigoríficos, ni televisores, ni nada de eso. Puede ser que los molinos que no se mueven piensen que para qué moverse, si no necesitan electricidad. 

Piensa y piensa el aburrido niño. Entonces se percata de que unos molinos son más altos que otros. Se le ocurre, con la física en la mano, que a lo mejor los molinos se van hundiendo con la fuerza de sus aspas. Se acordó de aquel verano en la piscina, cuando trataba de subir a la superficie y, cuanto más se movía, más se hundía. Tuvo que rescatarlo el socorrista, muy preocupado. Recordar aquel mal rato le hace pensar que, seguramente, los molinos que no se mueven no quieren hundirse. Es una sensación muy desagradable, la de hundirse. Además, el socorrista no está en aquellos campos de Cuenca.
¿Por qué unos molinos girarán, y otros no?

“Mamá, ¿por qué hay molinos que no giran?”. Preguntar a una madre siempre es garantía de que la respuesta será la correcta.
“Pues… porque estarán rotos.”
“¿No les da el viento?”
“Claro que les da el viento. Pero no giran.”
“¿Y si están rotos los otros?”
“Pero si los otros están girando, hijo”.
“A lo mejor tienen un tornillo suelto”.
“Anda, duérmete, que todavía falta un poquito para llegar”.

Pero el niño no puede dormirse. Aquello es un auténtico dilema. Necesita saber por qué unos molinos se mueven, y otros no. Por el momento sabe que los molinos son de viento, y que dan electricidad. Pero unos giran, y otros no. Lo más probable es que los molinos se hundieran con tanto mover los brazos, y desaparecieran… Esa tenía que ser la solución. Unos molinos se mueven y desaparecen, y otros quieren estar ahí para siempre, viendo a los grandes rapaces cazar y volar a su alrededor. 

Pensándolo bien, tiene que ser muy triste desaparecer. Por eso los molinos que no mueven sus aspas se quedan quietecitos. Ser un molino tiene que ser muy difícil. Saber que si mueves las aspas para hacer electricidad hace que desaparezcas… 

Después de dar con la tecla, de vislumbrar con la clarividencia de un niño el problema, piensa: `Yo no quiero ser nunca un molino´

30 jul 2013

Musa



Para llamarla, cuatro letras. Pero no tiene nombre. Cuatro letras, exhalando el aire con lentitud. Vaciando los pulmones en un mar de placer. Sin prisa. Musa. 


La evoco y mi lengua baila, se tuerce en sensuales posiciones.  Se humedece en cálida testosterona. La sinhueso, erecta. Imagina abrir sus labios, que no son rubí, ni pétalos perfumados. Son la puerta del infierno. Su textura se deforma sobre mi piel, la atrapa. El deseo mata la curiosidad. Dentro, gélidos y níveos carámbanos cuelgan y emergen al mismo tiempo. Nada de perlas. La miro.


Y veo lo que espero encontrar. No hallo luceros, sólo dos pozos sin fondo. Una pareja de profundos azabaches. Hermosos. Me estremezco. Negrura hipnótica. La realidad desaparece y se concentra en la oscuridad de sus sibilinos ojos.


Tampoco unas alas de cisne me rodean a la altura de la cintura. Son sierpes. Extremidades flexibles, como los cabellos de medusa. Los brazos de mi musa.


Mientras tanto, en mis entrañas, no vuelan mariposas. Allí roen las termitas. Una legión de ellas me come por dentro. Todo mi cuerpo se consume entre las llamas de la excitación. El suyo, gasolina para apagar un cóctel molotov.


Acaricio sus senos. No me parecen tampoco frutos. Son escarpadas montañas. En sus frías cumbres falta el aire, se siente el vértigo. Mal de altura, cuando mi cabeza descansa sobre su pecho desnudo.


Mis dedos caminan hasta las lejanas tierras del Monte de Venus. La tierra prometida, el lago de dulce néctar, no existe. Es una cascada de ácida bilis, nacida en lo más profundo de su ser. Venenosa, embota mis sentidos, me paraliza, dilata mis pupilas, los poros de mi piel, mis labios… 


Así la llamo. Musa…